Lecturas en tiempos de confinamiento.

                Creo que no me equivoco si digo que el confinamiento por la crisis del coronavirus nos hizo a más de uno volver los ojos hacia nuestra biblioteca en busca de lecturas para llenar el largo e incierto período de tiempo que se nos presentó al comienzo de la misma.

                Una de las primeras fue, quizás como no podía ser de otro modo, La peste de Albert Camus, leída hace ya mucho tiempo y que demandaba una relectura bajo la perspectiva de la situación que estamos viviendo. Ni que decir tiene que el sentido de la obra es mucho más enriquecedor, mucho más comprensible ahora que hace unos 30 años.

                Tal vez por la angustia que conlleva el encierro también busqué lecturas menos agobiantes y así decidí seguir a Rousseau en sus Ensoñaciones del paseante solitario. Y mira por donde en el cuarto “paseo” se dedica a hablar de la mentira.

                Sus reflexiones sobre el tema no tienen desperdicio. Curiosamente algunas de sus palabras me han hecho pensar en las actitudes de ciertas personas que en nuestros tiempos, aprovechándose de la supuesta ignorancia de los demás o amparándose en «el error», aprovechan cualquier circunstancia para llevar el agua a su molino. A ellos van dirigidas estas palabras del pensador ginebrino:

                “Juzgar los discursos (actos) de los hombres por los efectos que producen supone con frecuencia apreciarlos mal. Además de que estos efectos no siempre son sensibles y fáciles de conocer, varían hasta el infinito, como las circunstancias en las que tales discursos (actos) se desarrollan. Pero es únicamente la intención de quien los desarrolla la que les pone precio y determina su grado de malicia o de bondad. Decir falsedad no es mentir sino por la intención de engañar, y la misma intención de engañar, lejos de ir siempre unida a la de perjudicar, tiene a veces un fin por demás contrario. Pero para volver inocente una mentira no basta con que la intención de perjudicar no sea expresa, es preciso además la certeza de que el error en que se hace caer a quienes se habla no puede perjudicar a ellos ni a nadie en modo alguno. Es raro y difícil que se pueda tener esta certeza; también es difícil y raro que una mentira sea perfectamente inocente. Mentir para ventaja propia es impostura; mentir para ventaja ajena es fraude, mentir para menoscabar es calumnia; ésta es la peor clase de mentira. (…).”

Frente a esta esta actitud, el mismo Rousseau nos da una solución fácil de aplicar:

De cuántas embarazosas discusiones sería fácil retirarse diciéndose: seamos siempre sinceros por lo que pueda suceder. La justicia misma está en la verdad de las cosas; la mentira es siempre iniquidad, el error es siempre impostura, cuando se da lo que va contra la regla de lo que se debe hacer o creer: y sea cual sea el efecto que produzca la verdad, uno siempre es exculpable cuando la ha dicho, porque no ha puesto en ella nada de lo propio.

Pues eso, “el que tenga oídos, que oiga” (Mt., 13, 9)

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